Tenía yo una mañana relajada y tranquila, por eso me extrañó
más lo que sucedió después y que voy a narrar para conocimiento de mis
lectores, por si acaso alguna vez pasan por un trauma parecido.
Me levanté inusualmente tarde, quizás porque la persistente
lluvia nocturna me había convencido de la inutilidad de salir a realizar mi
acostumbrado paseo matinal. Con tiempo por delante, atendí mis labores
higiénicas, me preparé un copioso desayuno y, a falta de paseo, disfruté de la
mañana escuchando música clásica que es otra de mis aficiones favoritas y
leyendo correos electrónicos que se me habían acumulado durante mi reciente
viaje en el que había desatendido por completo mis contactos cibernéticos.
A eso de la una del mediodía, al ver que clareaba la mañana,
decidí acercarme al Bar Tomás, donde solía coincidir con algunos amigos y
charlar un rato de nuestras respectivas aficiones (fútbol, cine, lectura…).
Sabía que era temprano, pues ellos no aparecen antes de las dos ya que todavía
tienen obligaciones laborales que les esclavizan, cosa de lo que yo me había
liberado al jubilarme, pero mientras llegaban, gustaba de leer el Diario y
ponerme al tanto de las noticias locales. Pedí a Tomás una cervecita y unas
“papas aliñás” a las que su mujer les sabe dar un toque muy especial, y me
apoyé en la barra abstrayéndome de las conversaciones de los otros
parroquianos.
Al poco rato, llegó ella, morena, muy morena, largas piernas,
ojos grandes y queriendo llamar la atención claramente. Para mi desdicha se fue
a colocar a mi lado, lo cual hizo que mis sentidos se alertaran porque sabía
que este tipo de personajes siempre acaban produciendo problemas. Se acabó la
tranquilidad, pensé mientras decidía si cambiarme de sitio, pero la barra
estaba al completo y no soy amigo de sentarme en los bares. Por otro lado, mi
orgullo me decía que no podía ceder en retirada, cuando todavía no se había iniciado
el ataque.
Sin embargo, en mi interior algo estaba cambiando, la adrenalina
o la bilirrubina me estaban llevando a un estado preocupante, pues incluso
sentía ganas homicidas. Esta situación, que ya la había sufrido en otras
ocasiones, había llegado a comentárselo a mi médico, quien le había restado
importancia y me recomendaba que me relajase y controlase la respiración como
único remedio. Intenté, por ello, concentrarme y respirar profundo, pero yo
notaba que mi mano derecha se tensaba y agarraba y estrujaba el periódico ya
doblado con inusitada fuerza.
Mientras tanto, ella me había rodeado y pasado de derecha a
izquierda, como queriendo cortar cualquier intento de huida, que seguramente
había detectado en mi extraño comportamiento. Parecía interesarse en mi ración
de “papas”, que aunque ya menguada todavía quedaban restos en el plato, pero
esto solo era una distracción pasajera, pues al instante, sentí que me rozaba
la mano izquierda y fue como una descarga eléctrica en mi sistema nervioso.
No pude esperar más, sin vacilación posible enarbolé con la
derecha el periódico doblado y lo descargué sobre su cabeza, con la mayor
fuerza que pude arrojar en el movimiento. Al instante comprendí que ya no había
que temer nada, la mosca estaba aplastada en la barra del Bar Tomás, todo
volvía a la calma previa a su llegada, todo excepto mi control personal que una
vez más había quedado hecho trizas.