Tengo que confesar que la primera vez que me llamaron socarrón me agarre un fuerte mosqueo, porque era una palabra que no escuchaba desde hacía muchos años y entendí que la primera de sus dos erres era en realidad una b. El lector puede extraer las consecuencias que se derivaron de este equívoco, después, una vez aclarado, corrí al diccionario para darle la interpretación correcta y descubrí “persona burlesca, disimulada e irónica”, suspiré aliviado pues estaba totalmente de acuerdo con el apelativo que me habían dirigido. En aquel entonces yo era un perfecto socarrón.
Ahora, muchos años después, he elegido esta palabra para desarrollar uno de estos breves ensayos con los que no pretendo otra cosa que ordenar mis ideas y entretener al lector ávido de novedades y he preferido hacerlo tomando como base la actitud, en vez del sujeto. Les explicaré porqué; hablar de “socarronería” me produce la sensación de que es una palabra que si la digo cuatro o cinco veces en el texto habré prácticamente llenado un folio y ello me evitará extenderme demasiado sobre su contenido, que por otra parte me merece todos los respetos, pues en el mundo de hoy, lleno de codicias, envidias y otros males, ¿puede haber alguna actitud mejor que la burla?, quizás el desprecio, pero eso puede herir sentimientos de forma más cruel que la ironía. Por ello quiero preconizar, promover, propugnar que practiquemos todos un poco más la socorrida socarronería, además así, podremos eludir tener que razonar los grandes problemas que a diario afrontamos.
He hablado de burla y de ironía, pero he dejado sin mencionar el tercer epíteto que el diccionario aplicaba, no menos importante que éstos, “el disimulo”, o como los psicólogos lo llaman, “el confirma borrico”. Esta es una cualidad que las personas que saben interpretarla a la perfección es porque poseen un don especial, pues en los tiempos actuales es difícil disimular. La gente pervierte este verbo, y se disfraza, se muda de rol, pero el auténtico disimulo está solo al alcance de los buenos estrategas. Consiste en estar presente pero pasando desapercibido, distraerse del hecho voluntariamente. En fin, es todo un ejercicio que necesita una práctica para hacerse con la corrección debida, yo recomiendo insistentemente realizar a diario algunos actos de disimulo con objeto de perfeccionarlo para cuando sea menester su utilidad.
Ahora bien, en el otro lado de la balanza debemos reflexionar sobre que actitud es preferible tomar cuando nos enfrentamos a alguien que desborda socarronería (¿cuántas veces van?). Podemos optar por sentirnos ofendidos, humillados, dolidos, pretender ignorarlo. Pues bien, mi recomendación es pasar rápidamente al contraataque y responder con la misma moneda, ello suele provocar la mayoría de las veces, si el contrario es digno rival, un diálogo hilarante y pleno de ocurrencias del que se desprenderán positivas conclusiones para ambos.
He aquí entonces la moraleja de este texto, utilicemos la socarronería con habilidad y prudencia, en la seguridad de que redundará en un divertimento general y si alguien se molesta, bajemos nuestro diapasón un punto, pero no pidamos excusas pues el buen socarrón nunca ofende, solo retrata la realidad con humor y eso no puede ser malo, no caigamos en aquello de “excusatio non petita, accusatio manifesta”, si el contrario no sabe interpretar nuestro humor lo que podemos hacer es recomendarle que asista a cursos de bromas, que lea a Forges y otros humoristas nacionales de reconocido prestigio, y que cuando aprenda a reírse, recapacite sobre la conversación mantenida, seguro que para entonces ha cambiado su manera de verlo.
Terminemos pues intentando poner en rima esta recomendación, a ver si así se tiene más en cuenta:
Practica la socarronería
hazlo con fina ironía
no desmerezcas la burla
siempre que no sea burda
del disimulo haz un arte
que todos querrán copiarte
si te llaman socarrón
no te preocupe en exceso
mejor que te llamen eso
a que te llamen…… (ver el principio de este ensayo).