Ella pertenecía al cuerpo de
bomberos municipal y, cuando no había salida, tocaba entrenarse duramente para
estar siempre preparados ante una posible alarma.
Esa tarde habían tenido que
hacer frente a un pequeño fuego doméstico, aparentemente inofensivo, pero que
había implicado el rescate de dos menores que se habían quedado solos en el
interior de la vivienda. Ella había sido una de los rescatadores.
El era ingeniero de obras.
Se pasaba el día entre numerosos cálculos e infinitos procesos para los
proyectos en curso. Ahora mismo, la construcción de una nueva presa en el cauce
del Guadalquivir ocupaba la mayor parte de su tiempo, si bien también debía
atender otros proyectos menores que, nunca se explicaba cómo, siempre recaían en
su mesa.
Volvía a casa, cansado pero
deseoso de encontrar a su pareja, conocedor de que ahora le tocaba calcular la resistencia,
porosidad, ductilidad, permeabilidad, humedad y otros cuantos factores de un
material muy distinto, un material que llevaba nombre de mujer, pero esos
cálculos siempre los hacía con gusto.
Ella llegaría casa, tomaría
una ducha que limpiase los restos de hollín de su cuerpo y buscaría su
compañía. El problema es que ese fuego que tenía en casa, ni quería apagarlo ni sabía cómo.